viernes, 5 de junio de 2009

El comisario Perfecto Puvis dejó enfriar el café. Le gustaba así, frío y muy amargo. Por ello, deambuló con el vaso de plástico por las dependencias de la comisaría a la espera de que se convirtiese en cualquier maldita cosa comestible. Comestible, que no saludable. Aunque ya inmunizado y con un estómago a prueba de bombas, Perfecto había tenido la desgracia de comprobar por si mismo como ambos conceptos –frío y amargo-, eran totalmente antagónicos para aquella jodida maquina expendedora. Además de las terribles quemaduras de primer grado en boca, garganta y esófago que producía su inmediato consumo, el exceso de dulzor del azúcar añadido dejaba fuera de combate por k.o. diarreico rotundo a todo aquel incauto que lo hubiese tomado por completo, cumpliendo a rajatabla la promesa del eslogan que refulgía en su parte frontal: “Una vez pruebe nuestros cafés nunca volverá ser el mismo.”
Y como achicharrar paladares o enviar a media docena de agentes a urgencias con graves síntomas de deshidratación le supiese a poco, la máquina decidió –literalmente, bajo la certeza absoluta de que había cobrado vida propia-, acabar con el resto del cuerpo funcional a base de descargas eléctricas cuando alguna moneda quedaba atrapada en su interior y se pulsaba el botón metálico para su reembolso.